Teatro : Arte ; Tres versiones de la vida ; Una comedia española ; Un dios salvaje ; Bella figura, de Yasmina Reza (Anagrama) Traducción de Josep Maria Flotats, Natalia Menéndez, Jordi Galcerán, Álex Gibert | por Juan Jiménez García
La aparición en un volumen de cinco obras de teatro de Yasmina Reza, es una buena oportunidad para intentar ordenar dos o tres cosas que creo entender sobre lo que podríamos llamar un teatro de salón, una tendencia escénica altamente impuesta, que consiste, después de todo, en reunir en una habitación a unos personajes para que confronten distintas versiones de la vida, como diría la propia dramaturga. Un teatro que camina por la cuerda floja, siempre en riesgo de estrepitosa caída o de la indiferencia, pero que precisamente por eso es tanto más interesante en sus manos, dado que seguramente lo ha llevado algo más lejos, al frecuentar otros terrenos: el sentido musical, el peligro de las palabras (¡las palabras son importantes!, gritaba Nanni Moretti, y podría gritar Yasmina Reza). En este teatro de salón (burgués), los peligros son casi evidentes: el estatismo y el aplanamiento o (contrariamente) la sobreactuación de los actores, como una búsqueda de la acción que parece negada no ya por la caída de la cuarta pared, sino la constancia de las otras tres. Y esto me parecía incluso cierto hasta que llegué a la obra (inédita) que viene a cuestionar todo lo demás: Bella figura. Una obra impulsada y dirigida por Thomas Ostermeier y protagonizada por Nina Hoss, que, mano a mano, llevan el teatro de Reza a otro nivel (y de paso, me servirá para añadir a esas dos o tres cosas, dos o tres cosas más sobre la profundidad enfrentada a la superficialidad). Entonces…
Hay en esta edición de su teatro un orden lógico de las cosas, que va desde la muy conocida Arte hasta la más desconocida (por una cuestión de representaciones) Bella figura. La primera es de 1994 y la última de 2015, y veinte años no son pocos. En ellos cabe todo un mundo, un mundo en evolución, aun con sus constantes vitales. En España conocemos Arte por la dirección (e interpretación y escenografía) de Josep Maria Flotats, con un reparto que completaban Josep Maria Pou y Joaquín Hinojosa, y que, por lo tanto, llevaba la obra a un nivel actoral y escénico importante. Tanto que parecía marcar las reglas del juego para tiempos posteriores. Ambientes sofisticados y confiar en la calidad de los actores para sostener unas obras que juegan con el tempo y el conflicto. Porque, hay que decirlo, en el teatro de la autora francesa, las indicaciones son más musicales que escénicas, y buena parte de él puede ser entendido como punto y contrapunto, como las películas de Eric Rohmer. Una cuestión de geometría. Cogemos a tres hombres, o dos hombres y dos mujeres, o tres mujeres y dos hombres, etcétera. Tienen unas edades (esto es importante y así está indicado). Un suceso más o menos trivial: un cuadro casi blanco, una discusión entre niños, una cena, unas cenas. Dejamos que hablen. Las palabras, es bien sabido, las carga el diablo, y los diálogos acaban abocados a la discusión. Flotats, como decía, marco el camino a seguir. Es el más francés de nuestros directores. Es importante ese aire francés del tiempo. Las construcciones sociales, ese conjunto de reglas no escritas que nos hemos dado, en las que, de repente, surge una grieta y, de ella, la descomposición de esas relaciones personales.
En Un dios salvaje, vemos como Reza va cambiando constantemente esas geometrías, alterando equilibrios, jugando con la alineación de los personajes. Ya ocurría en Arte, pero de un modo más sencillo, con Marcos y Sergio rebotando contra la blanda pared de Iván, el tercero no en discordia. O, desde el propio título, en Tres versiones de la vida, en el que los personajes se enfrentan a la misma situación de partida (una cena de dos parejas, con fechas confundidas y niño de invisible contrapunto). En Una comedia española, esto viene dado por la relación actor frente a la representación de una obra y la representación de esa propia obra. Después de todo, es el sostén imprescindible del teatro de salón: las relaciones entre los personajes y el conflicto a través de los diálogos. Lo complicado es como romper con ese conjunto de constricciones y superar los riesgos ya señalados. Nos vamos hacia los extremos: la comedia o el drama, evitando las llanuras y planicies (Reza eso lo sabe hacer muy bien). O confiamos en los actores. Revisando sus representaciones españolas, pienso que solo Arte logró salvar escollos y llegar a algún puerto. En las otras están esos buenos actores pero que no logran evitar sobreactuar (a veces hasta bordear el absurdo, como género), porque es inevitable pensar que, si no subrayamos, no se va a entender (olvidamos que la obra de la dramaturga está construida en la musicalidad, el punto y contrapunto, la palabra, bien sostenido todo ello sin necesidad de remarques). Así, la experiencia de leer sus textos cuenta con una riqueza que corre el riesgo de perderse con su representación. Sí, el resultado será aceptable, e incluso ampliamente aceptado (con eso se cuenta, porque, hay que decirlo, sus obras son representadas y seguidas), pero no le hacen justicia. Entonces…
Llegó Bella figura. En principio podría parecernos extraño que un director como Thomas Ostermeier, paradigma de la modernidad (desde hace tantos años, diluyendo esa modernidad en el tiempo), le pida una obra de teatro a Yasmina Reza. No se trata de prejuicios, sino del tono. Pero (aquí voy a lanzarme al abismo… o no), también dirigió Hedda Gabler, reuniendo (inolvidablemente) a Katharina Schüttler, Lars Eidinger y Lore Stefanek (cuya presencia, une una obra y otra). Y Hedda Gabler no deja de ser también ese viejo-nuevo teatro de salón, de tiempo, palabra y conflicto entre tres paredes. Ostermeier entiende perfectamente esto último. Entiende lo último y lo primero. Es decir: las reglas implícitas en la literatura dramática de la francesa y las constricciones. Reza le ayuda: abre la acción aún sin alejarse de un centro (el restaurante), y, además, le da su personaje más completo y complejo: Andrea. Eso le permite a una actriz como Nina Hoss desplegar todo su potencial, que es inmenso (no es una actriz de cine haciendo teatro, que rara vez es una buena idea, sino una actriz de teatro que hace cine y que entiende a la perfección la enorme distancia que hay entre una y otra). Una relación de pareja construida sobre la infidelidad se cruza con una fiesta de cumpleaños (en el que ella conoce a la mujer de él). Despedidas y reencuentros, alejamientos y acercamientos, caídas y más caídas, el teatro de salón abandona esas paredes ya no solo físicamente, sino mentalmente. Estando todo ahí, no hay nada, y cada acto está separado por la música, esa música en la que siempre ha insistido la autora. Haber leído la obra acto a acto, seguido por la representación de Thomas Ostermeier (mi alemán es inexistente), me ha permitido entender, como pocas veces, los mecanismos que pueden llevar la literatura dramática a esa representación y, desde el más escrupuloso respeto (no olvidemos que se escribió para esta adaptación), convertirla en teatro. Cada minuto de Nina Hoss cuestiona vidas enteras de actores y actrices.
En el teatro de Yasmina Reza, cada palabra es un paso más desde el fracaso hasta la puesta en evidencia de ese fracaso. El fracaso profesional, el fracaso de las relaciones, la insatisfacción, los problemas del primer mundo, la hipocresía, el breve camino que lleva desde la sencillez a la complejidad y el gusto por esta última, la incertidumbre de los sentimientos. Es como el cine de Eric Rohmer, decía, con las turbiedades de Claude Chabrol, necesitado de la vida que pasa de Jacques Rivette. Un mundo de inestables equilibrios que acaba por derrumbarse por corrientes de aire, por la mínima irrupción de un elemento desestabilizador, esperado o inesperado, atravesado por el desencanto de unas vidas que parecen tenerlo todo, pero temen y se tambalean por cualquier cosa. En una anotación de Bella figura, Reza indica: Están todos como encallados. Dejémoslos, quedémonos ahí.